La conocí un día por casualidad. Me fijé en su vestido y ella se fijo en mí. Nos gustamos, nos besamos y acabamos en su cama. Ya de día me fui. Solo me llevé su carmín en mis labios y el pelo alborotado. Excepto su casa y ese acento que le delataba no sabía nada más de ella. Al día siguiente la busqué pero no encontré ni rastro de ella. No podía irme de esa manera. Hice una locura. Escribí mi número en un papel y me planté en su casa. Una vecina me abrió y le metí mi número en el buzón. Sabía que me exponía demasiado. Quizá tuviera novio, quizá no quiso nada más de mí o quizá se lamentara igual que yo de no tener mi móvil.
El tiempo pasó y mi teléfono seguía sin sonar. Dos semanas después volví a salir por los mismos sitios donde unos pocos días atrás nos comimos la boca. No esperaba encontrarla pero el sábado a última hora la vi. Eran ya las cuatro de la mañana y me dirigía al baño cuando me topé de frente con ella. Primero se sorprendió pero a los dos minutos estábamos besándonos como locos. Y no solo besos, también hubo palabras, abrazos, caricias y algo de ternura. Fue especial. Dijo que vendría a dormir conmigo pero poco a poco el miedo se apoderó de ella. Tanto que, después de media noche juntos, se fue. Así, sin más. De nuevo, sin mi número.
Volvió a pasar el tiempo y ni rastro de
la chica del vestido blanco. Pasados quince días y una vez perdida la esperanza, de repente, un número desconocido hizo sonar mi móvil. ¡Era ella! No os podéis imaginar la sonrisa que se resbaló por mi cara. Hablamos de todo y de nada, se disculpó y entablamos el camino a lo que puede ser una buena amistad, amistad "sin presión" como le gusta decir a ella...
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